No es fácil definir la naturaleza de un lobby, más allá de la descripción propia de diccionario (un grupo que defiende sus intereses y actúa por persuasión, negociación o presión sobre los autores de las leyes). Pero un grupo de presión puede disfrazarse tras la careta de un grupo de estudios, de una asociación de exalumnos o de un colectivo de melómanos que, casualmente, son empresarios del aceite o del textil. Hasta el momento presente, en España (no en Estados Unidos ni en Europa), los lobbies negaban su naturaleza, a pesar de que constituyen una actividad legítima y plenamente reconocida. De hecho, un lobbyimplica una declaración de intenciones y, en esa medida, el reconocimiento de que el juego de fuerzas debe hacerse explícito para que los ciudadanos, votantes y clientes sepan a qué atenerse. Pero la cultura de los intereses en España ha discurrido más por el sendero del pacto de moqueta, el amiguismo y el quid pro quo individual. El país necesita un Max Weber que explique la aversión tradicional a la transparencia y el prejuicio, ampliamente extendido, de que las leyes y las normas aquí se hacen siempre a favor o en contra de alguien, sobre todo en contra. El lobby implica conceptualmente que se separan en distintas mesas los presionadores y los presionados, que se ponen enfrente y con camisetas distintas. Y eso es un gran avance, porque lo peor sería sentarlos en la misma mesa y con la misma vestimenta; así se acaba en una corrupción como la española o la italiana.

Si se admite la existencia legítima de los lobbies en España ¿por qué no se regulan en condiciones? Una sociedad que quiera tranquilizar a sus ciudadanos sobre las influencias espurias de los grupos de interés sobre el legislador debería contar con la transparencia y la convicción de que esas relaciones están reguladas de forma estricta como un argumento capital. Pero, a efectos del gobierno, es un asunto olvidado. Es poco probable que la regulación de los lobbies no cuente entre las reformas que se supone hay que hacer. Recuérdese que, además de una reforma laboral y de un rescate financiero (en Europa no había para más), la economía española necesita otras reformas (estas sí son de verdad) como una fiscal, otra de mercados y una tercera de la administración. Y eso sin mencionar los cambios legislativos que, sin alcanzar la categoría de grandes reformas, mejorarían el funcionamiento de la economía. Por ejemplo, una nueva concepción de los organismos reguladores de los mercados para dotarlos de independencia (hoy carecen de ella) respecto del gobierno.

Uno de esos reguladores, la Comisión Nacional de Mercados y Competencia, un ente frankensteiniano fabricado por el Gobierno para esconder su deseo de reducir su autonomía real, dispone de un registro voluntario de lobbies. Es una prueba más de la política de mostrar, pero no hacer; del parloteo en lugar del debate y del confundir el escaparate con la trastienda. Es sintomático que el registro se sitúe en la CNMC, un organismo limitado por su falta de independencia y sus alborotos internos, a la naturaleza de un departamento de estudios que promueve denuncias, pero que carece de autoridad entre los denunciados. No basta con un registro voluntario; la inscripción debe ser obligatoria y sujeta a normas que implique agendas, visitas, llamadas y tiempos de entrevista. Un registro público, al alcance de los ciudadanos que estén preocupados por lo que pagan en mercados mal regulados y peor liberalizados. No se trata de estar a la vanguardia de la transparencia mundial, sino de dar un paso modesto hacia lo que ya funciona.

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