Ciertamente, el ejercicio del lobby en España está preso de una serie de mitos que lo hacen incomprendido y oscuro. La corrupción ha reforzado esos mitos y ha dañado la imagen de los grupos de presión. Pero las razones de la desconfianza y de la distancia del ciudadano medio hacia los lobbies son, además de la corrupción, la juventud de la que aún goza nuestra democracia, la histórica ausencia de regulación de la profesión y la consecuente falta de transparencia de dicha actividad.
Sin embargo, en España, la mayoría de la población no ha interiorizado aún que los sindicatos, las asociaciones de consumidores, o las organizaciones sociales que reivindican los derechos LGTB, por citar algunos ejemplos, también son lobbies, ampliamente aceptados por la sociedad, aunque sus intereses no son corporativos.
Pero, ¿qué es el lobby?
Según la RAE, lobby significa «grupo de personas influyentes, organizado para presionar en favor de determinados intereses, es decir, un colectivo con intereses comunes que realiza acciones dirigidas a influir para promover decisiones favorables a los intereses de ese sector concreto de la sociedad».
Cuando leemos esta definición, el imaginario colectivo nos lleva a despachos en donde un político intercambia favores con una persona sin rostro, representante de poderosos intereses empresariales. Esto sucede, pero no es lobby; es, en todo caso, tráfico de influencias. En cambio, no pensamos en un sindicato amenazando con una huelga si, en una nueva legislación laboral, hay cambios que afecten a sus trabajadores. Y es que los métodos de los lobbies son distintos, pero el fin es el mismo: influir en la elaboración de las leyes y regulaciones, y en la toma de decisiones.
Un engranaje básico de las democracias desarrolladas
En EEUU, por ejemplo, los lobbies son un engranaje fundamental de la democracia. Son poderosas organizaciones de presión política que tienen un peso incuestionable en la creación de muchas leyes o en el mantenimiento de muchas otras. Aunque tendamos a creer que compran voluntades, el político que escucha a estos grupos también evalúa el peso, en el caso del lobby corporativo, que tienen estas industrias y sus intereses en el tejido económico y social del país: millones de dólares en impuestos y miles de puestos de trabajo que deben ser tenidos en cuenta -a Eisenhower se le atribuyó la frase de «lo que es bueno para la General Motors lo es también para EE UU»-. Así sucede también con lobbies no corporativos. Toda persona que represente una empresa o sector importante, o a un colectivo muy numeroso, defiende un interés que el legislador debe ponderar.
Sin salir del ejemplo norteamericano, los lobbies no son infalibles. El carbón y el acero perdieron la partida durante la Administración Obama y el lobby de las tabacaleras fue derrotado por las condenas millonarias en los juzgados en la década anterior. En estos casos, otros factores fueron determinantes, entre ellos, el bienestar colectivo de la población. Para que los intereses defendidos tengan éxito, deben también ser importantes y comprendidos para un espectro amplio de la sociedad. Si el tabaco mata, o si el carbón daña el planeta, la presión social es más fuerte que cualquier otra presión que pueda ejercerse sobre cualquier político. Como subraya Daniel Ureña, de MAS Consulting, «no hay lobbies buenos y lobbies malos, sino que lo que debe juzgarse son los intereses que cada uno defiende.» Para los lobbies, la imagen pública de los intereses que defienden es tan importante como su labor de influencia con los poderes políticos.
En las democracias avanzadas, pues, los lobbies se han convertido hoy en canalizadores de demandas e información muy útiles en la toma de decisiones. Cuando se está elaborando una ley sobre un sector específico, es necesario que el legislador oiga todos los puntos de vista, reciba informes cualificados, estudie cómo la ley afectará a empresas, a ciudadanos, al medio ambiente, etc., y en ese momento los grupos de presión juegan un papel vertebrador y, en la mayoría de los casos, beneficioso.
La lucha por una mayor transparencia
La problemática actual del lobby en España radica, precisamente, en sus métodos. Una mayor transparencia es lo que demandan, entre otros, la Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales, así como distintos organismos, para normalizar esta actividad.
En febrero de 2017 la Comisión Europea criticó la falta de regulación de los lobbies en España. La recientemente fallecida Esther Arizmendi, presidenta del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, denunció en su testamento la «opacidad de la Administración» y las deficiencias de la vigente Ley de Transparencia (aprobada en diciembre de 2013) por la cual se creó el primer Registro de Grupos de Interés en España, en funcionamiento desde marzo de 2016.
Por su parte, Transparencia Internacional destaca que el lobby es síntoma de una democracia dinámica, pero que necesita estar dotada de más control y transparencia. En este sentido, en el último índice de Percepción de la Corrupción, elaborado por Transparencia Internacional, España estaba en el número 41 de 176; no era una mala posición, pero estaba por detrás de Bostwana, Cabo Verde, Qatar o Lituania.
Bienvenidos y regulados sean
Los lobbies en España no mejorarán su imagen hasta que exista una mayor transparencia y hasta que la sociedad no interiorice los beneficios que reporta esta actividad.
El lobby profesional es legítimo y sano para una democracia. Es, también, un sector económico en auge y que, con una regulación efectiva, puede ayudar a mejorar los mecanismos de la democracia representativa y defender mejor los intereses de los ciudadanos. Los lobbies, sí, son normales, y necesarios.