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Juan Torres, fundador de Deva, tesorero de APRI y enfermo de COVID-19.

Soy un pésimo profeta. Jamás se me ha dado bien adivinar el futuro, ni siquiera esbozarlo, y por eso no me gusta el afán generalizado de especular sobre el porvenir. No son los demás los que se equivocan: soy yo el incapaz de acertar.

Y eso me ha pasado siempre, incluso en tiempos normales -si es que alguna vez los ha habido. Cuánto más ahora, en pleno reinado del coronavirus, cuando, con medio mundo encerrado en sus casas y la actividad empresarial prácticamente paralizada, ni los más avezados profetas se atreven a jugársela.

Ni idea, pues, de lo que nos espera, ni idea de cómo será el mundo después del Covid-19.

Pero hay un par de ideas que me rondan la cabeza y en torno a las cuales quiero articular estas líneas. (Dos ideas, en estos tiempos de incertidumbre, a mí me parecen muchas).

La primera: si algo ha demostrado esta crisis terrible y demoledora es que los poderes públicos tradicionales han quedado en evidencia y han dejado bien a las claras su debilidad. El andamiaje del Estado nacional burgués, tan útil para las sociedades de los siglo 19 y 20, no aguanta ya la complejidad de los nuevos tiempos.

Lo hemos visto con otros retos: con la globalización, con las nuevas tecnologías, con la crisis climática. El Estado se basa en la existencia de fronteras, y ni el dinero, ni la migración, ni internet, ni el clima quieren saber nada de límites. ¡No digamos los virus!

De manera que el Estado, perplejo, noqueado, se deshilacha y se desmorona.

Lo que pasa es que los ciudadanos siguen estando representados por él, siguen estando gestionados por él, siguen bajo su cobijo. El parapeto constitucional -en el caso de España y de los demás países democráticos- sigue siendo garantía de libertad y de juego limpio. Nos interesa que el Estado se sobreponga.

Primera paradoja: un Estado obsoleto jugando a proteger.

Segunda idea: Una sociedad muy compleja, muy líquida, extremadamente frágil, aquejada de riesgos y de expectativas enredadas y disímiles. Nunca las soluciones fáciles han sido posibles, menos lo son ahora, y sin embargo, a muchos les gustaría…

Una sociedad desestructurada, en la que prácticamente solo el tejido empresarial revela un cierto esqueleto, junto a algunos esfuerzos asociativos y a voluntariosas iniciativas…

La segunda paradoja: empresas golpeadas por una crisis brutal están obligadas a reconstruirse y a reconstruir con ello el tejido social.

Conclusión: Un Estado débil frente a unas empresas debilitadas. Es inevitable el entendimiento, el diálogo, la búsqueda de soluciones… Hay que reconstruirlo todo, desde el principio.

Y los lobistas somos, por encima de todo, los alfareros del diálogo. Alfareros: artesanos, constructores manuales de un encuentro inevitable, pero a veces costoso, entre los dos polos de la reconstrucción.

Tenemos que sentarlos a hablar, tenemos que obligarlos a hablar: a las empresas y a los poderes públicos, a los emprendedores y a las instituciones, a los que crean riqueza y a quienes la administran.

No hay otro modo de salir adelante. Y los lobistas estamos obligados a empujar.