En España no se negocia, se presiona”. La frase es una de tantas escritas en las redes sociales a propósito de la formación de Gobierno (y por la polvareda posterior) e ilustra un pensamiento colectivo sobre cuáles son las prácticas habituales en el proceso de toma de decisiones. El país tiene 122.000 cargos políticos, más de 50.000 organismos públicos y unos 2.500 parlamentarios, pero los lobbies que se ­reúnen con ellos, grupos que trabajan para defender sus intereses —privados o no, en cualquier caso legítimos—, oficialmente no existen. Y las cosas que no existen son difícilmente controlables. En consecuencia, que un político se reúna en secreto en su despacho con el representante de uno de estos grupos, ya sea una ONG, una asociación de consumidores o una multinacional, es perfectamente legal, aunque no sea transparente ni democráticamente saludable.

Los intentos para legislar sobre la actividad lobista, sobre todo desde que España ha despertado a la realidad corrupta de una parte de su sistema político y económico, han sido en vano. Mariano Rajoy anunció que los regularía en su primer debate sobre el estado de la nación como presidente, en 2012, pero únicamente los grupos minoritarios en el Parlamento han seguido insistiendo en ese objetivo. La iniciativa más concreta que la Cámara recién constituida tendrá que estudiar en los próximos meses es de Democràcia i Llibertat (DiL), que pidió tras las elecciones del pasado 20 de diciembre un registro de lobbies y una “tarjeta de acceso permanente a la Cámara” con la que los representantes de grupos podrán entrar en las zonas públicas del Congreso y mantener contactos.

Iniciativas aparte, España sigue sin abordar una regulación estatal sobre el asunto, al contrario de lo que ocurre en ocho países europeos, entre los que están Reino Unido, Irlanda, Francia, Austria o Polonia. México, Israel y Chile también tienen la suya. Solo la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (­CNMC), ese organismo que se parece cada vez más al argumento de la película Los intocables de Eliot Ness, cuenta con un registro de las organizaciones que piden cita para exponer tal o cual punto de vista. Hasta este viernes estaban registradas 350 entidades —es de carácter voluntario—, la mayoría asociaciones profesionales, empresariales, sindicales y consultoras profesionales. La ­CNMC reconoce que lo ha creado como “un mecanismo institucional que permita alejar la capacidad de cualquier grupo de influirnos de forma improcedente, o simplemente contraria, o no exactamente alineada con los intereses generales señalados en la ley”.

Medidas regionales

Otro paso lo ha dado el Gobierno de Cataluña, que también tiene un censo —este obligatorio—, pero los expertos consultados le achacan bastantes defectos y poca efectividad real. Todavía en estudio o redacción, los Gobiernos de Castilla-La Mancha, Aragón y Comunidad Valenciana y Ayuntamientos como el de Madrid preparan normas propias.

En cambio, en EE UU, donde el reconocimiento del arte de la influencia se remonta a mediados del siglo XIX, hay en la actualidad 10.462 profesionales lobistas registrados según el Center for Responsive Politics, una organización independiente. Las ventajas del sistema ya las alababa John F. Kennedy: “Un lobista me explica en tres páginas y diez minutos lo que mis asesores tardan una semana con un montón de papeleo”. En lo que va de 2016, las empresas estadounidenses han invertido 2.360 millones de dólares para pagar a ejércitos de abogados, economistas, politólogos o simplemente personas influyentes con acceso a los despachos de los congresistas para influir en políticas que les afectan. Los ejemplos saltan a los periódicos todos los días: esta misma semana, el candidato republicano Donald Trump presumía de tener el apoyo del lobby de la Asociación Nacional del Rifle (NRA) y aseguraba que, si gana el próximo martes, nombrará jueces para el Tribunal Supremo “que defiendan las armas”.

La industria farmacéutica es, con diferencia, el principal inversor lobista en ese país, con 475 millones de dólares invertidos en 2015 para hacer lobbying, es decir, persuasión política. Fruto de esa actividad, por ejemplo, es el retraso de la comercialización de medicamentos genéricos a través de toda clase de maniobras, tal y como destapó a principios de este año un estudio publicado por la Sociedad Estadounidense de Hematología. Sus tácticas, por cierto, no se basan en oscuros pactos, sino en acuerdos legales y contrastados.

En Bruselas, donde se firman el 75% de las normas comunitarias, conviven en unos dos kilómetros cuadrados 30.000 funcionarios y representantes políticos con 20.000 profesionales de la influencia. En el registro de lobbies de la UE se apuntan todos aquellos que quieran intervenir, directa o indirectamente, en la definición y aplicación de políticas y en el proceso de toma de decisiones de las instituciones. Y nadie se escandaliza por ello. Sus citas con comisarios se conocen (Miguel Arias Cañete es el político que más se reúne con grupos de presión) y se llevan a estadísticas: BusinessEurope (la patronal de patronales) y Google son las organizaciones que con más frecuencia piden ser recibidas. Como se puede leer en el libro El lobby en España (Algón Editores, 2014), influir “no es sinónimo de utilizar un acceso exclusivo a oscuros resortes de poder, ni comerciar con influencias, ni obtener o usar información privilegiada, ni otorgar beneficios o amenazar a las personas para condicionar sus decisiones”. Los profesionales, por el contrario, reclaman luz y taquígrafos para normalizar su día a día sin que los confundan con meros traficantes de influencias de andar por casa.

La cruda realidad

Pero la realidad pone en serios aprietos la voluntad de transparencia de los grupos de interés. En España, conocer quién influye y para qué lo hace es imposible. “Hay miles de lobistas, pero no podemos saber exactamente cuántos”, lamenta Andrea Vota gerente de la Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales (APRI). Están en las divisiones de public affaires de las empresas; en las patronales o asociaciones que representan a todo un sector; en las consultoras contratadas por terceros, y en los despachos de abogados que, además de llevar otros asuntos, incluyen en sus servicios esas tareas. Tampoco se sabe cuánto invierten las empresas españolas para que sus mensajes lleguen al político o al técnico adecuados, ni si lo hacen directamente o a través de terceros. Solo hay un dato: 422 grupos inscritos en la página de transparencia de la UE son españoles.

Javier Valiente es uno de esos profesionales. Trabaja desde Madrid como socio de Political Intelligence, una compañía fundada en 1995 en una pequeña oficina en Westminster para ofrecer servicios de public affairs en Europa que ahora tiene sedes repartidas por el continente. “Se tiene la impresión de que estamos de café en café, pero hacemos mucho trabajo de oficina, de seguimiento de desarrollos legislativos para determinar los temas que pueden afectar a nuestros clientes”. En su empresa desarrollan estrategias anuales, construyen mensajes, programan contactos institucionales y evalúan si los resultados son los esperados. “En Europa, este trabajo está reconocido porque hay una experiencia más amplia; en España no sucede lo mismo, aunque creo que cada vez hay mayor transparencia”. Otro lobista, Alfredo Gazpio, de la agencia Kreab, cita un principio que debería regir en la profesión: “Los incendios se apagan en invierno”. Pero la realidad es que muchos clientes intentan apagarlos cuando las llamas entran por la puerta. “Es un error común. Ocurre cuando, lejos de intentar construir y generar confianza en su interlocutor, un colectivo quiere visitar a alguien cuando tiene un problema”.

Lo cierto es que adelantarse a los acontecimientos ofrece ventajas. Hace dos años, en febrero de 2014, su empresa organizó un desayuno para que sus clientes conociesen a representantes de lo que después sería Podemos (fue antes de las elecciones europeas). “Muchos no quisieron participar”, sonríe al otro lado del teléfono. Y subraya que una parte de su trabajo, que califica como “más sencillo y menos místico de lo que parece”, está en la pedagogía que tiene que hacer con sus representados: “La capacidad de influencia tiene que ver con la generación de confianza y con la manera de actuar. No puedes ir a hablar con la Administración con un discurso agresivo. Pensamos en el largo plazo, en actuar con transparencia; creemos que no se puede decir nada en un despacho que no le puedas contar a un medio de comunicación”. A veces esa influencia se ejerce de abajo arriba, abordando a los funcionarios que elaboran, por ejemplo, un borrador de un texto que puede afectar a un sector. “Otras veces la presión baja en cascada”, tras un encuentro con un alto funcionario o político.

En cuanto a la remuneración, la mayoría de los responsables de asuntos públicos de agencias externas consultados cobran a través de igualas (salarios convenidos mensualmente) y no por proyectos —algo que, por otra parte, sería bastante inquietante—.

Largo plazo

Los buenos lobistas siembran, por eso su planificación es más proactiva que reactiva. Le ha ocurrido a Blablacar, empresa inscrita en el registro de la CNMC. “Nuestras conversaciones con las Administraciones siempre se han basado en una labor divulgativa, en explicar el modelo de economía colaborativa”, relata Jaime Rodríguez, responsable para España y Portugal de la plataforma. “Tienes que explicar que los conductores no obtienen un beneficio económico, porque muchos políticos no saben en qué consiste ni qué impacto tiene en la sociedad”. Nunca ha tenido problemas para que lo reciban. “Es una cuestión de esfuerzo y tiempo. Las relaciones institucionales son intensivas en el tiempo que tienes que dedicar a dialogar, es una cuestión de trato personal en el buen sentido del término”. Esa labor tiene su recompensa. Desde la Anfac, la patronal de los fabricantes de automóviles (también registrada en la CNMC), Félix Martín reconoce que gracias a la mediación de su organización “se modificó la regulación del contrato de relevo”, una medida menos traumática para que los trabajadores de más edad abandonasen el sector que fue respaldada por los sindicatos.

Conectar con otros grupos de interés es otra de las estrategias de los lobistas. José Ramón Pin, economista y profesor del IESE, analiza que “no se trata simplemente de presentar argumentos ante los que tienen que tomar decisiones, algo que sería una actitud reactiva, sino de establecer las condiciones de opinión pública para que los que toman las decisiones las tengan en cuenta”. Pone como ejemplo el aceite de oliva: “Cuando era pequeño nos decían que era malísimo, pero, a base de estudios, el sector ha logrado refutar esa idea extendida en la sociedad”. Los mensajes de los que habla se construyen con datos. “Todos los bancos tienen un servicio de estudios económicos. ¿Es que no se fían de las cifras públicas? No, lo que pasa es que necesitan tomar las decisiones con mucha antelación. Es parte de su estrategia a largo plazo”, señala Pin.

La cooperación, sin embargo, no está siempre presente. A la CEOE, la organización por excelencia dentro de la economía española, además de numerosos escándalos, le han salido duros competidores. El libro Los grupos de interés en España (Tecnos, 2016), dirigido por Joaquim Molins y en el que participan una veintena de autores, se analiza que la patronal vive un “intenso periodo de adaptación”, que la ha llevado desde su tradicional “estrategia de dominación en la representación de intereses empresariales [en especial de las Cámaras de Comercio]” a otra muy distinta. “La competencia de la CEOE es ahora el Consejo Empresarial para la Competitividad, organización promovida por el Instituto de Empresa Familiar”.

Bernardo Aguilera, director de economía y asuntos europeos de la patronal, no ve esa amenaza. “Por supuesto que hay otros organismos o estructuras representativas, pero la CEOE es muy tenida en cuenta”. Son una auténtica máquina de hacer propuestas, con 200 organizaciones territoriales y sectoriales y 22 órganos consultivos que trasladan sus posiciones a los órganos de gobierno. “Hemos hecho un esfuerzo enorme por la transparencia, la CEOE es de las pocas organizaciones con un código ético y de buen gobierno que tiene que ser admitido por sus miembros. Yo, como profesional, cuando voy a hablar con diferentes Administraciones, sinceramente no he notado que se nos haya restado credibilidad, porque nos ceñimos a explicar técnicamente cómo un planteamiento pueda afectar en un sentido u otro”.

Otra gran patronal que defiende actuar con la misma transparencia es Farmaindustria. Su director general, Humberto Arnés, aclara que su labor no es presionar ni defender el precio de un medicamento o buscar que lo autoricen. Recuerda que dedican el 20% de sus recursos a la investigación. “Elaboramos informes, estudios; nos basamos siempre en datos, en trabajados muy sólidos. No vamos sin los deberes hechos a una reunión”.

Ventajas desleales

En este juego de poder, diversas voces alertan sobre la ventaja que los lobbies tienen frente a ciudadanos particulares que no pueden invertir en promover sus ideas ante los poderosos. Gazpio recuerda que una iniciativa legislativa popular requiere de medio millón de firmas: “Hay suficientes barreras, como que la participación pública de los ciudadanos esté desincentivada”, juzga. Para Alba Gutiérrez, de Access Info Europe, el problema está en la falta de estándares internacionales. Considera que todas las leyes deberían tener una “huella legislativa” en la que quede claro con quién se ha consultado y qué documentación ha aportado cada grupo de interés durante su redacción. Y, sobre todo, que los despachos profesionales inscritos en los registros “den los nombres” de sus clientes.

Antes incluso de que España legisle los lobbies, hay quien duda de su eficacia. “No está suficientemente demostrada la relación entre tener grupos de interés y corporaciones transparentes y conseguir mayores cotas de confianza en las instituciones o en la reducción de la corrupción”, cree Joaquim Molins. “Si consultamos los listados internacionales de corrupción, países con registros [de lobbies] no son menos corruptos que los que no los tienen”. Lo fundamental, dice, no es la transparencia de esos poderes, sino “del proceso político en el que participan”.

Autora: María Fernández

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